Debido a la propensión del hombre al pecado, estamos rodeados de
oportunidades para perdonar a los demás. Tal vez hemos sido criticados,
defraudados o lastimados. En este mundo caído, la lista de malas acciones es
interminable. Pero, ¿cómo debemos manejar los agravios de los demás?
Pedro tenía la misma inquietud, así que le preguntó al Señor con qué
frecuencia debería perdonar a un hermano que pecara contra él. Tal vez pensó
que estaba siendo generoso al decir: “¿Hasta siete veces?”. Pero Cristo
respondió: “Hasta setenta veces siete” (Mt
18.21, 22). En otras palabras,
perdona cada vez que seas agraviado. Perdonar no significa encontrar razones
para justificar o excusar el comportamiento de alguien, ni tampoco se trata de
olvidar lo que sucedió o fingir que nunca ocurrió.
El perdón genuino requiere una acción voluntaria de nuestra parte. Aunque
reconocemos que se ha cometido una falta, elegimos liberar al infractor de
cualquier obligación, y renunciar al derecho que tenemos de causarle algún mal.
En esencia, ya no tenemos un comportamiento injusto y dañino en contra de la
persona, sino que somos misericordiosos con ella, tal como Dios lo fue con
nosotros.
La otra opción es aferrarse a la ira y la amargura. Aunque pensemos que
estamos castigando al ofensor, en realidad nos estamos lastimando a nosotros
mismos. El resentimiento es como lodo que contamina la mente, obstruye el
corazón y envenena el alma. El enojo mal manejado se convierte en amargura, la
cual afecta nuestra relación con Dios y con los demás, y nos deja vulnerables a
los ataques de Satanás (Ef
4.26, 27). El único remedio es
el perdón.
Fuente: Dr. Charles Stanley
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