Cuando Cristo estuvo en la tierra, Juan escuchó de Él la promesa de preparar
un lugar para sus seguidores (Juan
14.3). Muchos años después,
al apóstol le fue dada una visión de ese lugar, y vio la Nueva Jerusalén descender del cielo. El espectáculo estaba más allá de toda descripción humana,
pero él hizo su mejor esfuerzo para comunicar esta visión celestial en lenguaje
terrenal (Apocalipsis
21.9—22.5).
Juan vio el fulgor de la gloria de Dios irradiando desde la estructura de la
ciudad, cuyos cimientos brillaban con los colores deslumbrantes de las piedras
preciosas. Las puertas estaban hechas de perlas, y las calles de oro. Esta
ciudad, de unos 2.400 kilómetros de largo, en forma de cubo, fue diseñada por
el Señor como el lugar para que Él y la humanidad vivan juntos por toda la
eternidad. En los versículos 3 y 4 del capítulo 22, Juan señala que “el trono
de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le servirán, y verán su
rostro”.
A pesar de que nos resulte difícil imaginar la estructura física de la Nueva
Jerusalén, sabemos y nos regocijamos por el hecho de que ciertas cosas estarán
ausentes de esta ciudad celestial; es decir, allí no habrá dolor, lágrimas,
llanto o muerte. El pecado y todas sus consecuencias serán extirpados. Cada
frustración, molestia y problema cesará. Nadie tendrá discapacidades, y
nuestros cuerpos jamás se cansarán o enfermarán.
Cuando las dificultades que usted enfrente se vuelvan agobiantes, enfóquese
en su glorioso futuro celestial. La única vez que usted experimentará dolores y
dificultades será en esta vida terrenal. Cuando camine por las calles de la
Nueva Jerusalén con el Salvador, todos los estragos causados por el pecado
habrán desaparecido, y su gozo será completo.
Biblia en un año:
1
Reyes 15-17
Fuente: Dr. Charles Stanley
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