Sinceros con Dios
por Jen Pollock Michel
La oración auténtica es un asunto peligroso, pero correr ese riesgo es la mejor manera de conocer nuestros verdaderos deseos y el sentir de Dios.
En la novela The Handmaid’s Tale (El cuento de la criada), Margaret Atwood pinta una imagen inquietante de un mundo donde la libertad humana ha sido casi abolida. Después de que se establece un régimen totalitario en la ficticia ciudad de Gilead, se elige una casta especial de mujeres conocidas como “criadas” con el propósito de dar a luz niños para familias ricas e influyentes. Pero a los esposos se les prohíbe involucrarse románticamente con sus criadas.
Uno de ellos, conocido como el Comandante, invita secretamente a su criada, Offred, a su casa para hablarle de una manera prohibida por su estricta sociedad. “Debe querer algo de mí”, piensa ella. “Tener necesidad de algo es una debilidad. Es esta debilidad, cualquiera que ella sea, lo que me tienta. Es como una pequeña grieta en una pared, hasta ahora impenetrable . . . Quiero saber lo que él necesita”. Por su petición (y por el riesgo de que Offred rechace su invitación), el Comandante ha arriesgado su poder. El deseo lo hace vulnerable.
Y es en este sentido que el libro de Atwood, aunque secular, puede enseñarnos algo sobre la naturaleza de la debilidad. Ésta es inherente al deseo, y eso es lo que hace que el deseo sea intimidante —y sin embargo necesario— para nuestra vida. Algunos de nosotros somos demasiado egocéntricos para reconocer que tenemos necesidad de Dios. ¿Quién aboga por venir a su presencia para arrancar con avidez sus favores? ¿No han sido las oraciones más santas las más privadas de deseos? ¿No es mejor prescindir de largas listas, y orar más bien, diciendo: “Hágase tu voluntad”?
Deseo de valentía para la oración sincera
Y es en este sentido que el libro de Atwood, aunque secular, puede enseñarnos algo sobre la naturaleza de la debilidad. Ésta es inherente al deseo, y eso es lo que hace que el deseo sea intimidante —y sin embargo necesario— para nuestra vida. Algunos de nosotros somos demasiado egocéntricos para reconocer que tenemos necesidad de Dios. ¿Quién aboga por venir a su presencia para arrancar con avidez sus favores? ¿No han sido las oraciones más santas las más privadas de deseos? ¿No es mejor prescindir de largas listas, y orar más bien, diciendo: “Hágase tu voluntad”?

Dependencia del amor de Dios
Cuando vamos a los Salmos, algo que resulta evidente es la honestidad casi temeraria de las oraciones. A diferencia de los salmistas hebreos, la mayoría de los pueblos antiguos se acercaban a sus dioses con ansiedad y respeto, porque sus deidades eran seres cambiantes y caprichosos. Si querían tener una cosecha abundante, el parto sin complicaciones de un bebé, o la protección de sus enemigos, oraban y hacían sacrificios, pero nunca había ningún razonamiento del amor y la fidelidad divina en los cuales confiar. La esperanza no era nada segura (Vea 1 Reyes 18.20-29).
Por el contrario, el Dios de los Salmos es “misericordioso y clemente, lento para la ira, y grande en misericordia” (Sal 103.8). Su amor es grande e invariable, y su perdón amplio y generoso. “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen” (v. 13). Porque el Dios de Israel es bueno y fiel, su pueblo ora de modo diferente. Por ejemplo, no aplacan a Dios con lisonjas vanas. Por el contrario, expresan abiertamente su enojo a Dios, hablándole en tono acusador de su aparente ausencia: “¿Por qué estás lejos, oh Jehová, y te escondes en el tiempo de la tribulación? (10.1). Tampoco fingen ser buenos cuando sus gargantas están llenas de venganza. “Hija de Babilonia . . . dichoso el que tomare y estrellare tus niños contra la peña” (137.8, 9). Por otra parte, a pesar de ser un libro de alabanza y acción de gracias, los salmistas presentan más lamentos que cualquier otro tipo de oración. Reverencian a Dios, pero —de manera extraña y sorprendente— su reverencia les da libertad para ser sinceros.

Como una colección de oraciones y alabanzas que es, el libro de los Salmos es también una antología de quejas y turbación. En otras palabras, la experiencia humana se ha infiltrado en el canon sagrado, lo que demuestra que Dios nunca es sorprendido por nosotros. En su libro Getting Involved With God Rediscovering the Old Testament (Cómo involucrarse con Dios redescubriendo el Antiguo Testamento), Ellen F. Davis contrasta los Salmos con los demás libros de la Biblia. Ella dice: “Todo el resto de la Biblia presenta a Dios hablándonos a nosotros . . . Solamente los Salmos están formulados con palabras humanas a Dios”. Como tales, los Salmos ilustran la necesidad que tenemos de entrar en la presencia de Dios con nuestras oraciones tal cuales son, incluyendo nuestros deseos: “Señor, delante de ti están todos mis deseos, y mi suspiro no te es oculto” (38.9). A Dios no lo molesta nuestra condición humana. De hecho, prefiere cualquier cosa antes que el fingimiento.
Preparación del camino para la alabanza
El deseo es normalmente la expresión más sincera y vulnerable de lo que somos, y especificar nuestras necesidades, expresar lo que sentimos es una de las acciones más valientes, especialmente en la presencia de Dios. Examinar nuestros deseos es sacar de nuestro corazón las intenciones ocultas. Es identificar el verdadero objeto de nuestros afectos. De esta manera, responder a la pregunta: ¿Qué quiero? deja al descubierto nuestras contradicciones espirituales. Porque, por más atemorizante que pueda ser la verdad, muy cerca de la transparencia está la transformación. “Bienaventurado el hombre . . . en cuyo espíritu no hay engaño” (32.2).
Puede parecer paradójico insistir en la necesidad de desear fe; pero tal vez no nos corresponda a nosotros entender cómo orar antes de hacerlo. Más bien, como vemos en los Salmos, tal vez debamos orar sinceramente y luego confiar en que los deseos con que llegamos, no serán siempre los deseos con los cuales terminaremos. “Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón" (37.4).

Traer nuestros deseos ante Dios es una manera de expresar necesidad y de ser vulnerables. Al terminar de orar, nos vamos con la confianza de que nuestra inteligencia y nuestro trabajo laborioso podrán proporcionarnos lo que nos falta. En vez de eso, tenemos que aventurarnos completamente a la garantía de la provisión de Dios. “Algunos confían en carros, y otros en caballos; mas nosotros en el nombre del SEÑOR nuestro Dios confiaremos” (20.7 LBLA). Dios ayuda a los indefensos, por tanto tenemos que llegar a estar necesitados para llegar a ser bienaventurados. Necesitar de Dios puede ser un acto de dependencia, y al reconocer delante del Él, sin restricciones, nuestras necesidades, anhelos, confusiones y dolor, nos formamos el hábito de encontrar al Señor. El deseo, expresado con sinceridad y transformado por el Espíritu, prepara el camino para la alabanza.
Deseo de valentía para la oración sincera
Las oraciones cautelosas nunca ponen a prueba la fortaleza de nuestra fe, sin embargo, las oraciones valientes sí. Si Dios se pareciera a las deidades malhumoradas e impredecibles de antaño, oraríamos diciendo lo que pensamos que Él quiere escuchar. Pero puesto que Dios es tan misericordioso como dice la Biblia —lo suficiente para hacer de su Hijo nuestro compasivo Sumo Sacerdote que recibe todas nuestras oraciones (incluso las egoístas)— entonces si pedimos pan, ¿esperaremos recibir una piedra? (Vea Mt 7.9).
Orar por los deseos de nuestro corazón deja al descubierto nuestras infidelidades. Pero, como nos enseñan los Salmos —y como lo declara el evangelio— Dios es misericordioso con nosotros y recibe con interés nuestras oraciones tal como son. Y por medio de ellas, Él hará de nosotroslo que debemos ser.
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