31 mar 2015

Posted by Refrigerio Bíblico | 01:23 | No comments
¿Quieres ser sano?

Nos aferramos a nuestras aflicciones porque nos resulta cómodo y familiar; sin embargo, el deseo de Dios es sanarnos. La pregunta es: ¿Dejaremos que lo haga?

por Winn Collier
Si usted ha tenido algún amigo o un miembro de la familia atrapado por una adicción, sabe que, a menos que exista el verdadero deseo de verse libre de esa tenaza que le está quitando la vida, poco cambiará. Tengo una amiga cuya historia incluye una lista larga de decisiones terribles: mala alimentación, sedentarismo, falta de descanso y envolvimiento recurrente en actividades estresantes.
Todo esto ha deteriorado poco a poco su cuerpo y su alma. Los médicos le han advertido claramente en cuanto a su salud, y esto la ha atemorizado. Por tanto, durante algunas semanas dirá que está haciendo ajustes radicales. Pero, inevitablemente, vuelve a sus viejos hábitos. La verdad es que ella no quiere cambiar. Prefiere su estilo de vida poco saludable a estar bien. Pero yo no puedo tirarle la primera piedra, pues a veces, veo este patrón en mi propia historia.


La pura verdad es que, si queremos estar bien (ya sea en cuanto a la salud de nuestro cuerpo, o a la restauración de nuestra familia, o tener un vigor renovado en nuestro caminar con Dios), debemos anhelar sinceramente estar bien. Tenemos que avivar nuestras ansias de Dios y de lo bueno; tales deseos profundos no son secundarios —son esenciales. Agustín de Hipona dijo: “La totalidad de la vida de un buen cristiano es, en realidad, una práctica de deseos santos”. Jesús habló mucho de la importancia de prestar mucha atención a los afectos de nuestro corazón, avivando las llamas del hambre por lo bueno, y apagando al mismo tiempo todo fuego falso.
¿Quieres ser sano?
El capítulo 5 del Evangelio de Juan nos relata la historia del Señor Jesús junto al estanque de Betesda. Allí, los enfermos esperaban recibir la única sanidad que supuestamente se producía cuando un ángel agitaba milagrosamente las aguas. El nombre del estanque da una indicación del encuentro que iba a tener lugar pronto. En arameo, Bethesda significa “casa de gracia”, y en hebreo, “casa de misericordia”. Cada vez que Jesús llega, es seguro que llegan también la misericordia y la gracia.
Un hombre, enfermo desde hacía treinta y ocho años, había estado yaciendo junto al estanque durante largo tiempo, paralítico, y esperando la escasa posibilidad de que su vida pudiera cambiar. En el siglo primero, estar paralítico significaba que la persona no podía proveer para su familia, y normalmente estaba condenado al aislamiento de su comunidad. Por tanto, soportar padecimientos crónicos o discapacidades no solo era un problema físico, sino también una barrera infranqueable para tener una vida normal.
Cuando Jesús llegó, encontró al hombre y le hizo la pregunta más fundamental: “¿Quieres ser sano?” O según traducciones más antiguas: “¿Quieres quedar sano?” La respuesta del lisiado me sorprende. Yo habría esperado un rápido y tajante: ¡Sí! ¡Más que cualquier otra cosa! Sin embargo, la respuesta del desdichado hombre da evidencia de sus muchos años de sufrimiento, de décadas de espera, hasta que se le acabó todo su optimismo. “Señor”, —respondió el hombre— “no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entretanto que yo voy, otro desciende antes que yo” (v. 7). Escuchamos poca esperanza en la triste respuesta del hombre. Ninguna expectativa de que Jesús pudiera ayudarlo. Las décadas de dolor y de posibilidades frustradas lo habían llevado al punto en que lo único que podía ver era un destino irrevocable, un futuro sombrío.


Hay muchas razones por las que nos resulta difícil, en nuestras situaciones de infelicidad, mantenernos conectados con nuestro deseo de esperar algo bueno. Tener la esperanza (vivir con el deseo profundo) de estar sanos puede por sí ser un esfuerzo penoso. Es doloroso mantener el deseo de tener amistades, cuando la falta de ellas solo acentúa nuestra terrible soledad. Es doloroso mantener la esperanza de ser libres de la ira, o del miedo, o del orgullo, cuando eso significa que debemos liquidar nuestras conductas pecaminosas, o reconocer las mentiras que hemos utilizado para manejarnos en la vida.
¿Quieres ser sano?
Muchas veces abandonamos nuestro deseo de estar sanos, porque tenemos mucho miedo. Aunque la realidad de nuestra vida puede ser mucho menos de lo que esperábamos, con el tiempo creamos cierta clase de tregua con nuestra infelicidad. Porque se convierte en lo que conocemos. Puede ser terrible la idea de renunciar a la seguridad del presente (no importa lo terrible o dolorosa que pueda ser), por la incertidumbre del futuro.
En agosto del 2014, cuando la epidemia del ébola paralizó gran parte de África Occidental, observé cómo un país tras otro cerraba sus fronteras a los viajeros procedentes de países que enfrentaban brotes del ébola. Los funcionarios de los gobiernos insistían en que el principal obstáculo para detener la epidemia no era simplemente encontrar el antídoto correcto, sino además vencer el temor que tenía la gente de recibir tratamiento. Por razones culturales, desconfianza del personal médico, y otros factores complejos, muchas familias escondieron a los pacientes afectados en “zonas clandestinas”, donde los médicos no pudieron ir, en vez de llevarlos al hospital. Cuando los equipos médicos trataron de localizar a las personas infectadas, las comunidades que las escondían se opusieron a la irrupción. Le tenían más miedo a la medicina que al ébola. La ayuda estaba disponible, pero no la querían.
Algunos de nosotros podemos temer a lo que no comprendemos, o tener razones para desconfiar de las promesas de otras personas. Y muchos de nosotros simplemente tenemos temor de soltar las riendas. Para venir a Jesucristo en busca de sanidad, tenemos que renunciar a la idea de que nuestra vida está en nuestras manos. Debemos reconocer que necesitamos ser sanados, y que nuestros esfuerzos han dado como resultado un caos. Para dejarnos abrazar por el amor de Dios, tenemos que enfrentar la verdad de cuán desesperadamente anhelamos ese amor. Para ser sanos, debemos estar cada vez más insatisfechos con nuestra infelicidad, y querer algo más del Señor.
¿Quieres ser sano?
Para llegar a tener la plenitud que Dios quiere, tenemos que estar alertas a Él, como también a nuestro sufrimiento y a todo lo que no está bien en nosotros (y en nuestro mundo). Debemos dejar que las lágrimas, el gozo y las promesas de Dios resuciten los lugares en nuestros corazones que se han enfriado.
En cambio, cuando Jesús habla, la esperanza se enciende siempre. Las brasas del corazón se agitan. Después de la desanimada respuesta del paralítico, el Señor Jesús lo miró a los ojos, echó a un lado su tristeza, y dijo con autoridad: “Levántate, toma tu lecho, y anda” (v. 8). El hombre tenía la oportunidad de escoger ser sanado, pero requería obediencia, y la voluntad de aceptar el gozo y la sanidad que el Señor le ofrecía. Tenía que actuar y arriesgarse.
Y lo hizo. Este hombre, que no había estado de pie con sus piernas durante casi cuatro décadas, saltó del polvoriento suelo, agarró su lecho, y se fue caminando (imagino dando pequeños saltos) de regreso a su casa —de regresó a su vida.

Cuando Dios nos ofrece la vida, lo único que tenemos que hacer es ponernos de pie. Lo único que tenemos que hacer es decirle sí a lo que nos pida el Señor. Lo único que tenemos que hacer es tomar la decisión de aceptar la vida nueva que nos ofrece.

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