31 mar 2015

Posted by Refrigerio Bíblico | 14:51 | No comments

Parto y liberación

Cuando lo único que vemos es el sufrimiento, es difícil imaginar el gozo y la bendición que vendrán después.

por Rachel Marie Stone
Después de ver el ultrasonido, mi esposo y yo no tendríamos que sorprendernos si nuestro hijo aparecía en blanco y negro, amorfo, y tan borroso como las imágenes que había en el monitor de la computadora. No importa cuántas veces nos fijáramos en las imágenes, fuimos totalmente incapaces de imaginar las encantadoras particularidades de nuestro hijo: Su bien definida y respingona nariz; los círculos concéntricos en sus orejas, ambos tan parecidos a las mías; las pequeñas pestañas, tan finas como las cerdas de un pincel; los pies con sus dedos, que eran versiones en miniatura de los de su padre. Esta diminuta, pero persona compleja y completa, era sorprendentemente perfecta.
Como hace la mayoría de las personas cuando se les presenta un bebé recién nacido, lo observamos con admiración, comentando y alabando los detalles: la boca tan pequeñita; el cabello tan obscuro, largo, suave y delicado. Al acunar su liviano cuerpecito, susurré maravillada: ¿Cómo es posible que pueda sostener a un ser humano completo en un solo brazo?
Quise comentar con una amiga, que era madre y abuela, la complejidad de mis sentimientos. Al tratar de hacerlo, rompí a llorar, sin poder manifestarle el amor y el deseo de protegerlo que sentía.
Mi amiga sonrió y con lágrimas en los ojos, me dijo: “Ahora lo entiendes”.
Los padres se sacrifican por sus hijos. Eso ya lo sabía antes de que naciera mi hijo, antes de que pudiera saber qué estaba sacrificando —o más bien, por quién me estaba sacrificando. Como la mayoría de las embarazadas, estuve vomitando los primeros meses de embarazo, y tuve acidez estomacal durante los últimos. Tuve terribles cambios de humor y, por supuesto, el parto fue mucho más doloroso de lo que pensaba que podía llegar a ser.
Parto y liberación
“¿Por qué quiere Dios que sufra así?”, pregunté en cierto momento.
“Esto es lo que cuesta tener un bebé”, respondió la enfermera.
Entonces, no estoy segura de que quiera tener uno, pensé.
¡Qué poca fe la mía, que no me permitía presentir la nueva vida que me esperaba después de todo el dolor y el sufrimiento!
El versículo de la Biblia que usan las personas cuando hablan del parto es, por lo general, Génesis 3.16, en el que Dios dice que “multiplicará en gran manera” el dolor de la mujer al traer una nueva vida al mundo. Pero aun en ese pasaje está el indicio de que alguna clase de redención vendrá de la dura experiencia. Y en otro lugar de la Biblia, el parto es una metáfora importante en cuanto a una clase de lucha que es todo, menos un castigo sin sentido. Es un hecho que el parto implica dolor, pero que también engendra esperanza. Es un sufrimiento parecido —aunque no igual— a la agonía que hace que los cristianos en los países de habla inglesa llamen “Good Friday” (“Buen Viernes”) al Viernes Santo, el día en que Jesús murió.
Uno de mis mayores problemas es el hecho de que vivo de manera acelerada, por lo cual me gustaría llegar al “Domingo de Resurrección” sin pasar por el “Viernes Santo”. Este aceleramiento toma, por lo general, la forma de ansiedad, ya que exijo garantías de que todo saldrá bien en los momentos difíciles.
Cuando nuestro segundo hijo tenía dieciocho meses de edad, se enfermó por una seria infección que requirió que estuviera hospitalizado durante ocho días. En ese tiempo vivíamos en Alemania, y nadie del hospital podía responder a mis preguntas con muchos detalles. Ni el alemán mío, ni el inglés de ellos, eran suficientes para aclarar la situación y dejarme satisfecha. En medio de mi temor y mi aislamiento, me di cuenta de mi impotencia. Con mi hijo dormido, sosteniéndolo firmemente en mis brazos, le rogaba a Dios que le salvara la vida.
Parto y liberación
No quería aceptar, ni siquiera viniendo de Dios, que mi hijo pudiera morir, o que no hubiera nada que yo pudiera hacer al respecto. Aunque hablara alemán y fuera una especialista en enfermedades infecciosas, era realmente impotente ante el temor a la muerte. Sin embargo, ¿no se me había prometido que nada podría separarme del amor de Dios en Cristo Jesús? ¿No es en eso en lo que consisten la muerte y la resurrección de Jesús, en garantizarnos que también seremos algún día resucitados?
En realidad, no podemos saber qué hay al otro lado de nuestros variados sufrimientos. Yo no podía visualizar al pequeño que vendría a mi encuentro cuando traje nuestro primer bebé al mundo. Tampoco era posible, mientras estaba orando por mi segundo en el hospital, imaginar cuán cautivantes y felices serían mis hijos, o la manera como sus sonrisas llenarían mi corazón. No entendía que el dolor valdría la pena, y que, en vez de ser hecha trizas por él, llegaría a sentirme realizada por amor a ellos.
Toda la creación está ahora gimiendo con dolores de parto, como dice el apóstol Pablo en Romanos 8, esperando la “adopción, la redención de nuestro cuerpo”. Pero, en esos dolores, podemos saber que la realidad de nuestra resurrección final —lo que yo llamo la realidad de la Nueva Creación— tiene un gran parecido con el mundo presente, como el que tuvo un recién nacido con un ultrasonido en blanco y negro. Debemos tener por seguro que nuestro dolor y sufrimiento actuales, son parte de la obra que Dios se propone para nuestro bien.
Al pensar en esto, no hay que olvidar que el Viernes Santo viene antes del Domingo de Resurrección, y puede pasar mucho tiempo antes de que conozcamos el significado de nuestra angustia. Hay una clase de satisfacción que viene simplemente de reconocer —mientras aguardamos con esperanza— que la realidad futura será más perfecta, más hermosa, más familiar y más deliciosamente sorprendente de lo que podríamos jamás haber imaginado alguna vez. Porque quienes hemos visto a través de un vidrio oscuro, veremos a Jesús (1 Co 13.12). Y lo contemplaremos admirados.

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