A su tiempo
"Deja esa tapa, Jamie,” me regañaba mi abuelo cada vez que yo intentaba abrir la parrillera que él utilizaba para asar carnes. “Pero, abuelo, si estás mirando, entonces no estás cocinando”, le respondía.
por: James A. Hunges
"Deja esa tapa, Jamie,” me regañaba mi abuelo cada vez que yo intentaba abrir la parrillera que él utilizaba para asar carnes. “Pero, abuelo, si estás mirando, entonces no estás cocinando”, le respondía.
Simplemente, no podía evitarlo. Yo deseaba degustar las costillas de cerdo sazonadas con orégano, ajo, pimienta y azúcar morena. Cada vez que el abuelo levantaba la tapa para voltearlas, me quedaba cerca para disfrutar del aroma que flotaba sobre mi cabeza.
Mientras las costillas se cocinaban, normalmente nos sentábamos en el patio, bebiendo té bajo el sol y conversando. Y aunque nunca hicimos algo que uno pudiera llamar “constructivo” durante esas horas, de alguna manera nunca sentimos que las habíamos desperdiciado.

Y las costillas —perfectamente crujientes— siempre quedaban tal como las deseábamos. Lograr ese estado de perfección requería dos cosas: Buen ojo y paciencia. Mi abuelo tenía ambas cosas en abundancia, por lo que nunca “apuraba” a la carne. Es por eso que yo prefería trabajar con él; mi abuelo sabía cómo dejar que algo siguiera su curso en paz.
Ahora que he estado atrapada en la fuerte marea del tiempo, y penetrando cada vez más en la adultez, entiendo lo poco frecuente que es esa habilidad. Esa es la razón por la que el Señor Jesús le dijo a sus discípulos: “No os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal” (Mt 6.34). Nunca parecen ser suficientes las horas para llevar a cabo lo que hay que hacer en esta vida. Tanto es así, que no tengo tiempo para afanarme por el día de mañana; tengo demasiado por lo cual afanarme hoy.
Intento, aunque no siempre logro, rescatar la tranquilidad que conocí de niña. Y me doy cuenta de lo bendecida que soy por haber experimentado esas tardes nubladas y llenas de humo que me enseñaron algo en cuanto a los misterios de la vida —y quizás incluso algo sobre el corazón de Dios. Él es quien da “plantas para el servicio del hombre . . . y alimento que fortalece el corazón del hombre” (Sal 104.14, 15 LBLA). No estoy destinada a correr a toda prisa y hacer las cosas por salir del paso. Fui creada para trabajar pacientemente junto a Dios, Aquel que puede darme siempre lo que necesito “a su tiempo” (v. 27).
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