Sostenidos por la oración
Las palabras que decimos son mucho menos importantes que Aquel que se deleita en escucharlas.
por Winn Collier
Dígame: ¿Cuál es su actividad preferida? El pastor que me enseñó en cuanto a la oración, hace esta pregunta cada vez que ayuda a alguien a orar. Él cree que esto es crucial por su convicción de que la oración no es un acto espiritual etéreo desconectado de la condición de nuestras vidas. Por el contrario, él insiste en que es nuestra libre comunión con Dios —algo que sucede en medio (no a pesar) de todas las cosas maravillosamente peculiares (nuestras pasiones, deseos, caprichos y esperanzas) lo que nos hacen únicos.
Si a una persona le encanta la jardinería o correr, tomar fotografías o cocinar, entonces dicha actividad tendrá mucho que ver con la manera en que ella se encontrará con Dios y en que hablará con Él. Momentos como esos ofrecen los espacios concretos donde cada uno de nosotros debe buscar con mayor entusiasmo la presencia de Dios, pues Él nos conoce y nos acompaña en los sutiles contornos de nuestra alma.

Esta perspectiva de la oración acaba con la falsa dicotomía entre nuestra vida con Dios y nuestra vida. La encarnación de Jesús nos enseña, que nuestro cuerpo y los detalles más humanos de nuestra existencia (comer, dormir, trabajar, reír, llorar, jugar) no están reñidos con nuestro encuentro con Dios, sino que son precisamente los momentos donde Él desea abrazarnos. En otras palabras, la oración nos lleva más profundamente al amor de Dios y más al arte de vivir.
Muchas veces, nos sentimos tentados a ver la oración como algo que debemos hacer para poder después ocuparnos de nuestros verdaderos asuntos. Tal vez pensamos en ella solo como combustible para el trabajo que tenemos que hacer, o consideramos que la oración es la tarea espiritual requerida antes de poder recibir la bendición. Sin embargo, si la oración nos arraiga más profundamente en nuestra verdadera vida, entonces nuestra actitud hacia ella debe cambiar.
El hecho es que la oración nos moldea por medio del poder del Espíritu Santo para aprender a vivir y amar libremente. Ella nos forma como hijos de Dios, nos ayuda a resistir la agobiante mentira de que somos totalmente responsables de nuestro bienestar, y nos enseña a deshacernos de nuestras ansiedades, porque Aquel que venció a la muerte, nos ha dicho que no debemos temer.

La oración nos enseña que, aunque podamos tener hambre, podemos confiar en que nuestro Padre nos dará nuestro pan de cada día. Nos moldea como hombres y mujeres que creemos de todo corazón que, aunque el mal pueda amenazar con aplastarnos, el reino de Dios vendrá a la Tierra así como ya existe en el cielo. La oración nos regresa, una y otra vez, a lo que el apóstol Juan describe como la vida en abundancia (Jn 10.10). En otras palabras, la oración nos sostiene con lo que más necesitamos para vivir plenamente: Dios.
Debido a que la oración se produce mientras estamos inmersos en los detalles de la vida, no existe una sola fórmula de hacerla. La iglesia da testimonio de una larga historia de creyentes fieles que se comunican con Dios en diversas maneras. Esto ha sido, sin duda, una verdad en mi vida. Hubo épocas en que mis oraciones fueron disciplinadas y medidas; y otras, cuando fueron espontáneas y enérgicas. También hubo veces en las que las únicas palabras que pude reunir fueron: “Señor, ten piedad”.
La experiencia del profeta Elías ofrece una enseñanza útil, ya que sus oraciones variaron dramáticamente. El hilo común, sin embargo, fue la forma en que se encontró todo el tiempo con la verdad de que su vida dependía del Señor: Si Dios no actuaba a favor de él, y no lo sostenía, entonces estaría arruinado.
Cuando Elías se encontró con los profetas de Baal en la cima del monte Carmelo, tuvo un enfrentamiento decisivo (1 R 18.20-40). Un profeta a favor de Dios, 450 a favor de Baal. Cada lado pondría un sacrificio sobre un altar. Cada uno de ellos oraría. El sacrificio que fuera consumido por el fuego sería una señal de quiénes eran los que adoraban al Dios verdadero.
Los profetas de Baal empezaron primero con sus peticiones frenéticas, rajándose el cuerpo y realizando exaltados actos de devoción. Pasaron las horas, y no había ningún fuego. Cuando le tocó el turno a Elías (pero sólo después de elevar la apuesta, empapando al buey con doce grandes cántaros de agua), pronunció una sencilla y breve oración, pidiéndole a Dios que interviniera. El fuego descendió, y el abrasador calor consumió al buey, al altar, y al agua.

En ese momento, Elías demostró confianza absoluta en Dios. Sin embargo, solo unos días después, un sombrío Elías se encontraba postrado por la desesperación. Con toda seguridad, pensamos, la fe de alguien que ha visto caer fuego del cielo nunca debería vacilar. Pero, inmediatamente después del enfrentamiento en el monte Carmelo, Elías recibió la noticia de que la reina Jezabel tenía la intención de asesinarlo. En esta ocasión, el profeta no fue valiente; flaqueó (1 R 19.3). Elías se sentó debajo un árbol y le pidió a Dios que lo dejara morir, pero el ángel del Señor vino a él, le dio de comer, y lo impulsó a dirigirse al monte Horeb.
Por supuesto, Horeb (o Sinaí, conocido también como el monte de Dios) tiene mucho significado para Israel. Es el lugar donde Moisés se encontró con Dios en la zarza ardiente, y donde después recibió los Diez Mandamientos. Para un israelita, Horeb representa la verdad de que Dios está siempre presente, y que se deleita en hablar con su pueblo. Con la zarza ardiente, Dios fue a buscar a Moisés cuando estaba escondido en el desierto, y en la cueva, Dios buscó a Elías, quien creía que su vida había terminado. Es cierto que en la oración nosotros buscamos a Dios, pero más cierto aún es que en la oración Dios viene a nosotros.
Desilusionado y agotado, Elías oró a Dios desde la cueva. En realidad, sus palabras fueron más una queja: “Sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida” (v. 10). La oración, descubrimos, no tiene que ser vibrante y llena de fe. Ni siquiera necesita ser correcta (Elías no era el único fiel que quedaba, después de todo). Su oración (como ciertos salmos) nos enseña que podemos ser sinceros con Dios.
Un sabio pastor me dio este liberador consejo: “Ora como puedas, y no como no puedas”. Siempre vivimos bajo la carga de que nuestras oraciones deben seguir una estructura específica; olvidamos fácilmente que lo más importante de nuestra oración no es, en realidad, nuestracontribución; sino que tenemos un Dios amoroso y poderoso que nos escucha con placer y que anhela guiarnos en la vida hacia lo bello, lo bueno y lo verdadero. Las palabras de Dios nos sostienen cada vez que las nuestras se debilitan. Y en esos momentos en que nuestras fuerzas se desvanecen, Él es quien nos busca y nos lleva hacia adelante.
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